¿Qué se requiere para estar vivo? Yo diría que mucha voluntad, mucha alegría, mucha tenacidad y mucha fe en ti, en la vida, en el poder que tenemos, y en el poder del otro

La amistad que hoy tengo con Stella, a quien admiro profundamente, se la debo a otra amiga queridísima: Sandra Luna. Sandy y yo nos conocimos en lo que fue para ambas nuestra primera experiencia laboral. Su tesis de licenciatura tenía que ver con grupos de rock de la periferia urbana (¡precioso texto y por fortuna lo tengo dedicado!), y gracias a ese género musical y a un novio rockero que tuve en esos años, fuimos juntas a varias tocadas con slam incluido y a espacios como Rockotitlán. Siempre le he reconocido su gran capacidad para conservar amistades de las más diversas procedencias (la infancia, la escuela, los viajes, el trabajo…), su gusto hondo por celebrar su cumpleaños con fiesta y baile, el gran amor que tiene por su familia y su narrativa, que encanta siempre a quien la escucha o la lee, en especial cuando se refiere a La Estanzuela y a su abuelita. También es una muy buena guionista y mi cómplice en más de una aventura de esto que llamamos vida. Es más chica que yo y una gran viajera, de ahí que no esté en estas Poderosas 50, aunque por supuesto que tiene toda la energía y una gran pasión por vivir. De todas maneras, desde que se enteró de mi iniciativa ha sido entusiasta de la idea y en algún momento me dijo: “Entrevista a Stella, tiene una historia muy especial”.

Sin averiguar más la contacté y, en su caso, la conversación ocurrió el mismo día de su sesión de fotos en el estudio de Blanca. Creo que a ambas nos dejó impactadas, porque lo que primero nos contó fue de la mañana en que iba atravesando una calle y alguien se pasó el alto y la atropelló de la forma más aparatosa posible. Estoy segura, ya conociéndola más, que cualquiera que no sea Stella no podía haber sobrevivido a una tragedia tan mayúscula y seguir conservando la jovialidad, el buen humor, el ingenio… Es aguda en sus críticas, generosa con una banda de perros callejeros a los que alimenta con un compromiso constante, cronista de lo que le afecta y de sus afectos… En el lapso que ha transcurrido entre el momento en que la entrevisté y ahora se casó y ha hecho con su compañero una dupla no sólo creativa, sino entregada a disfrutar la vida, lo cual yo celebro porque se merece eso y más.

Gracias al Facebook (¡ah, esa red social que luego nos sorprende para bien!), hemos descubierto otras amistades que tenemos en común y además nos permite estar al tanto la una de la otra. En una ocasión le compré un libro que escribió Miguel Ángel Alvarado, su esposo, e hizo favor de enviármelo con su hija Irene. Me dio una alegría enorme conocerla y sentir en ella una luminosidad que les pertenece a ambas.

Cuando me ocurrió un primer desvarío a causa de mi tumor y luego con todo el proceso que atravesé para recuperar mi salud, pensé mucho en lo que esa primera vez aprendí de todo lo que nos compartió a Blanca y a mí: estamos vivos gracias a que existen otros. Sigamos siendo parte de la misma comunidad querida Stella, porque contigo es una comunidad hermosa.

Querida Stella, ¿cómo estás en esta etapa de tu vida?

Estoy muy bien, estoy viva, imagínate. Cada día estoy más convencida de que lo más importante para mí soy yo, porque sin mí no hay ninguna otra experiencia. Como soy mamá, quizá al decir esto sueno como una muy mala mamá, porque no soy de las que dice: “Mi hija es lo mejor que me ha pasado o es lo más importante para mí”. Por supuesto que mi hija es algo maravilloso, un elemento que me ha enriquecido y que incluso me ha dado rumbo, pero antes que mi hija estoy yo. Me explico: a mí me atropellaron en Puebla: una mañana que iba cruzando una avenida, un automóvil se pasó el semáforo y nunca se detuvo. Estoy viva por una serie de coincidencias afortunadas. Estando en el hospital tuve tres choques anafilácticos, porque empecé a ser alérgica a los medicamentos, a los procedimientos y a la anestesia. También tuve un paro respiratorio. Como consecuencia de tanta cirugía y de la morfina en un par de ocasiones entré en shock, y cuando eso pasa, de verdad sientes que te vas a morir, porque te empiezas a enfriar, pero es un frío muy particular, no es de afuera hacia adentro, del ambiente hacia ti, sino de adentro hacia fuera, te empiezas a enfriar y a entumir y te conviertes en una cosa, en un objeto rígido, y ya no te sientes persona. Es una sensación horrible. Para salir de ese estado dependemos absolutamente de otros. Si no hay alguien a tu lado, alguien que esté próximo a ti, tu prójimo que ve por ti y rescata tu vida para devolvértela, o te ayuda a que mantengas la vida en tu cuerpo, si otro u otros no hubieran estado a mi lado, yo no estaría aquí. Muchas veces esa gente que te no te conoce, no sabe nada de ti, simplemente coincide contigo en un momento preciso y fundamental. Eso fue algo muy rescatable de esta experiencia, y explica mucho de por qué soy como soy ahora. Explica cómo me siento. Estando en el hospital, muy mal, increíblemente mal, una prima llevó a un sacerdote que me preguntó si quería comulgar, y yo le dije que sí. Tenía vendada la cabeza y parchada la mitad de la cara, solo un ojo lastimado quedaba libre; no podía ni abrir la boca, a duras penas podía respirar, pero él cortó un pedacito de hostia y lo puso en mi boca. Como pude lo tragué y juro que sentí cómo una energía hirviente recorrió todo mi cuerpo. En ese instante supe que no iba a morir, lo sentí. Después él me dijo: “El aceite es para vivir”, y me ungió como pudo. Soy católica, pero no soy de las que va cada ocho días a misa, ni comulgo en cada ocasión, para nada. Esa era una circunstancia particular. Cuando después de dos meses salí del hospital, reflexioné sobre la fe y la vida: “¿Cuál es mi fe?, ¿por dónde va?”. Mi fe no puede pasar por la razón, porque si la hago pasar por ahí, entonces se me cae, no se sostiene. Mi fe, la que yo necesito, es la que me ayuda a sentirme parte de lo trascendente y también parte de todos, porque si no fuera así me sentiría muy sola. Esta trascendencia es la que me hermana con los otros, con los que puedo o no estar de acuerdo, a los que puedo querer o no, conocer o no. Es en ese sentido, que creo que cuando algo le sucede o afecta a alguien nos afecta a todos, o nos tendría que afectar, porque hay un vínculo que nos une a todos y nos hace estar comunicados. Escribí un texto al respecto, y en él expliqué mi fe a partir de un recorrido con poemas de como cincuenta autores, y lo rematé con uno mío. Fue hasta después de un año y medio del accidente que pude salir de casa, y tuve la oportunidad de leerlo. Con mucho trabajo me trajeron a la Ciudad de México para que participara en una charla. Creí que íbamos a ser tres o cuatro cuates charlando sobre nuestra experiencia en la fe, pero no fue así. Se trató de un coloquio y a mí me tocó estar en la misma mesa con Elena Poniatowska y con Conrado Zepeda, un jesuita, un hombre de iglesia. Fue entonces que entendí que me invitaron para compartir mi texto con un público mayor. Mi trabajo es muy encerrado porque soy editora, y aunque soy un desmadre y muy sociable con los que conozco, no acostumbro participar en eventos de mucho público, y menos aún porque soy muy malhablada, pero esa experiencia fue increíble. Superar un accidente como el que sufrí me ha dado muchos más elementos para disfrutar la vida, la cual me ha costado mucho trabajo mantener y sostener. Literalmente, cada paso que doy más que un logro es un milagro de tenacidad. Cuando no has pasado por algo así, no te detienes a pensar en todo lo que implica poder subir un escalón; no imaginas que respirar pueda ser tan difícil. Físicamente es muy doloroso jalar el aire y hacerlo entrar a tus pulmones. ¡Si supiéramos todo lo que sucede en nuestro cuerpo para que funcione! Por ejemplo, nunca imaginé que una mano podría doler tanto. Sobrevivir, sobreponerte, te exige centrar tu atención en ti mismo. Tuve que concentrarme solo y exclusivamente en lo que necesitaba. Creo que en parte por eso dejé de reconocer a mi hija y me olvidé de tantas cosas, casi de todo. Solo yo estaba en mi mente. Todo lo que me distrajera de salvarme me restaba energía y yo la requería para poder sobrevivir. Necesitaba toda mi atención, toda, desde celular hasta emocional; de no haber sido así, no hubiera podido conservarme viva. Claro, que además tengo un médico maravilloso, que hizo magia para reconstruirme poco a poco, y con paciencia extrema. Durante los primeros tres años tuve trece cirugías. Soy el ejemplo vivo de que somos un producto colectivo: traumatólogo, dentista, anestesiólogo, taxista, doctora, hija, amigas y amigos, familia… Toda la gente que me quiere cooperó y muchísima gente que no me conocía, también. Me iban a ver al hospital, las enfermeras con sus familiares y los camilleros en sus horas de visita. Yo los recibía con chocolates y dulces. Yo, la verdad de eso ya no me acuerdo, pero dicen que todo el tiempo estaba optimista y haciendo bromas. Quienes me visitaban me decían: “Tienes que echarle ganas, eres una mujer muy fuerte”, pero en la medida en que hablaban, yo iba viendo cómo palidecían mientras me veían y no faltaron los que lloraban o incluso quienes se desmayaron. Fue una experiencia muy impresionante, muy fuerte. ¿Qué se requiere para estar vivo? Yo diría que mucha voluntad, mucha alegría, mucha tenacidad y mucha fe en ti, en la vida, en el poder que cada uno tenemos, y fe en el otro, porque tu vida está en sus manos de mil maneras. Saber que no estás solo, que te acompaña una cantidad enorme de personas te reconforta. Mi mamá y yo siempre estuvimos distanciadas y, sin embargo, durante los dos meses que estuve en el hospital, ella no se movió de ahí. Estuvo junto a mi cama, sentada en el sofá de día y de noche. Después, cuando salí del hospital se fue, pero eso es otra cosa. Estuvo ahí en los momentos más difíciles y no me abandonó. Hasta mis ex maridos me visitaron. Alguno me dijo: “No te puedes morir, te quiero, fuiste importante para mí, y este mundo es mejor contigo”. Escuchar todas esas cosas te llena de energía. Una amiga me daba reiki. Yo ni siquiera sabía qué era eso, pero me hacía sentir bien, porque era pura energía amorosa y sanadora. Finalmente, el amor que das y el que recibes funciona. Antes de salir del hospital para seguir mi recuperación afuera, me quitaron los puntos de la cara de una manera super solemne. Parecía una escena de telenovela, donde yo era la mala, una especie de Itatí Cantoral que me había portado muy mal con todos, y ya en la última escena, esa malvada debía pagar las que debía, quedando desfigurada. Mientras con extremo cuidado me retiraban cada punto de la cara, todos miraban expectantes, con cara de: “a ver cómo va a quedar”. Y cuando la doctora terminó, vi a mi hija y a mi madre llorosas, y a la doctora, con una sonrisa fingida. Para hacer todo más dramático, la doctora me dijo: “Te voy a dar el espejo, pero quiero que tomes todo con calma”. Me imaginaba en mi papel de Itatí Cantoral a punto de gritar; “¡No puedo quedar así!”, pero cuando me vi, exclamé: “¡No inventes, parezco hija de Carmen Campuzano con Fabiruchis, un Picasso, con la cara volteada!”. Todos se sorprendieron de mi reacción. No había drama. Me explicó que aún no me habían hecho cirugías plásticas, ya que esas vendrían después, cuando los injertos consolidaran. Mientras eso pasaba, que serían unos seis meses, debía darme masajes, tres veces al día, para moldear esa como plastilina que son los injertos. Y eso hice, con tesón y voluntad. Además, no tenía mucho más que hacer, porque pasaron varios meses en los que se me desinflamaban los nervios oculares y cicatrizaban las heridas internas en los ojos. Y hasta entonces no me podían hacer mis nuevos lentes. Tal fue mi empeño, que con orgullo puedo decir que no requerí cirugías plásticas. A punta de masajes y convencida de que todo tenía que mejorar, logré que todo se reabsorbiera y reacomodara bien. Mi cara cambió muy ligeramente, y yo me siento la misma que antes. El accidente es lo peor que me ha sucedido, pero también lo mejor, lo cual no quiere decir que quiero que algo de ese calibre me vuelva a pasar, pero me dejó un montón de lecciones positivas: descubrí la fuerza que hay en mí, y la de los otros; conocí lo que es la verdadera amistad y el sentido real de la solidaridad y la empatía. Supe ver a la gente que estaba conmigo y reacomodé mis cajones emocionales. Un suceso como el que viví te genera deudas inmensas, tanto en lo económico, que es lo de menos, como en lo emocional. Y esas deudas emocionales no quieres terminar de pagarlas nunca, porque son el agradecimiento que siento por los otros que me ayudaron. Agradezco a quienes vieron por mi hija cuando yo no tenía cabeza ni condiciones para cuidarla, que fueron dos familias, también a los amigos que me recibieron en su casa y cuidaron de mí durante seis meses, y a los que me dieron trabajo, a pesar de que lo hacía muy mal, y ellos tenían que rehacerlo, porque fue su manera de ayudarme a que pudiera pagar mis cosas y mantener a mi hija y todo, y a mis compañeros y amigos del trabajo, y a la familia y amigas y amigos. Son tantos… Cada página mal corregida y peor editada me exigía un esfuerzo titánico. Durante el primer año vi crecer a mi hija, sentí su enojo conmigo, por haberla olvidado, por no reconocerla. Tan triste y frustrada estaba, que ocho meses después del accidente, cuando pude volver a una casa que fuera mía, ella decidió irse. Mientras yo estuve en casa de mis amigos, recuperándome, mi hija vivió con otros amigos y tuvo que hacerse cargo, a sus quince años, de vender todo lo que teníamos para pagar las deudas: casa, carro, libros, todo. Lo hizo con sus pocas herramientas, y lo hizo muy bien. Las deudas me rebasaban. Para recuperar a mi niña debía ponerme en sus zapatos, y a veces no lo logré.

Soy muy vanidosa y en ese terreno también recibí grandes enseñanzas. Responder preguntas tales como ¿dónde está mi valor?, porque cuando te ves con una cicatriz que recorre tu cara, cuando no puedes caminar y estás en silla de ruedas; cuando te vuelves un freak, que no te deja reconocerte como eras, eso sí pega. Luego me dijeron: “No vas a volver a caminar”, y ver esa sentencia por escrito, la cual la confirmaba un comité médico de diez personas en Puebla y otro igual de grande en Ciudad de México, me desplomó. Pero no me quedé ahí. El día que iba a mandar hacer mi silla de ruedas, me rehusé: “Si la mando a hacer me voy a quedar en esa chingadera para siempre. No puedo, prefiero morirme”. Y no hice el encargo. Decidí que haría todo y más hasta lograr levantarme. ¡El esfuerzo fue largo y enorme, individual y colectivo! En una de las sesiones de rehabilitación hasta se me fracturó de nuevo el fémur. Todo fue muy complejo. Me fui fijando pequeñas metas, y cuando alcanzaba una, me imponía otra, y así fui avanzando lentamente.

Me volví a parar y volví a caminar. Volví a ser yo, pero con más consciencia, con más humildad. Me hice muy fuerte, pero también tomé consciencia de cuan frágiles somos. Como antes del accidente, hoy trabajo muchísimo, pero ya me doy mis tiempos. Antes no paraba y posponía los encuentros con mis amigas y amigos, por ejemplo, y sacrificaba mucho tiempo con mi hija. Y es que creo que a las mujeres nos han educado mal, nos han enseñado a no ser egoístas. Hoy yo estoy convencida de que sí debemos ser egoístas, debemos quitarle a la palabra el sentido horrible de la culpa y del no merecer. ¡Claro que debemos ser egoístas, porque nuestra vida empieza en nosotras! Tenemos que reconocer lo que hacemos bien, pero muchas somos las que ni siquiera nos imaginamos diciéndolo. Que nos reconozcan otros nos halaga, pero ni así nos la creemos. Hoy yo me repito muchas veces: “¡Claro que sí eres egoísta, cómo chingados no; debes ser egoísta y reconocerte valiosa!”. Nos han educado así, a ver lo valioso del otro, pero no lo bueno de nosotras mismas. El accidente también me ayudó a descubrir que nos debemos tratar como tratamos a los que amamos; atendernos como recibimos a los amigos que más queremos. Recibirnos con manteles largos, con la mejor vajilla y esmerarnos para hacernos sentir más que a gusto. Muchas mujeres somos muy generosas con los de afuera, pero duras con los más cercanos y verdaderamente terribles con nosotras mismas. No nos gusta apapacharnos, decirnos guapas, que somos unas chingonas en lo que hacemos. Yo ahora sí me trato bien.

Después de lo que me acabas de compartir, platícame cómo es la relación que tienes ahora con tu cuerpo…

Estoy encantada con él. Sí creo que se magulló un poco y hasta me encogí, porque perdí centímetros de las piernas. Antes medía 1.62 y ahora mido 1.60, casi llegó a ser talla enano, pero estoy contenta. Me gusta mi cuerpo, me gustaba mucho antes y me gusta más ahora porque lo he hecho mío a punta de pelear por él. Antes lo apreciaba y ahora lo conozco y valoro. Antes del accidente solía decir que la naturaleza había sido generosa conmigo, porque me podía comer un elefante y no engordaba. Nunca he sido gorda, ni tengo llantas, pero no porque me cuidara mucho, porque eso no es así. Como como si fuera un pelón de hospicio. Mi metabolismo es bueno, y, la verdad, antes, como dicen los niños de primaria, me sentía la muy muy, respecto a otras mujeres. Hoy, después de todo lo que he pasado, me siento aún mejor. Cierto, hay cosas que no puedo hacer bien, como cerrar el puño o caminar sin renquear, aunque sea un poco, pero puedo hacerlo. Uso una muleta, pero ya no dos, y no me da bronca usarla. Sí me costó trabajo reconciliarme con ella, porque además sentía que ya ningún hombre me iba a querer por usarla. Estaba segura que la muleta me condenaba a no volver a tener pareja, porque nadie iba a querer estar conmigo. Y no sólo por la muleta, sino porque tengo muchas cicatrices, como si me hubiera acostado con un tigre y lo hubiera despertado, y ya emputado me atacó…. Pero poco a poco la vida, los otros que siempre me arropan, me mostraron que eso no era cierto, y también, poco a poco todo eso dejó de importarme. No soy todo lo que me pasó, sino lo que he hecho con ello. Mi muleta simboliza a todos los que me han ayudado, que han estado conmigo en cada paso que doy. Si la conservo por siempre, que seguramente así será, será y es el símbolo y recordatorio de todo lo que he pasado y conseguido. Ya no es una muleta cualquiera, sino mi flaco de oro, que me acompaña y me da seguridad.

¿Qué opinas de estos nuevos cincuenta?

Hoy las mujeres de cincuenta somos muy jóvenes, nuestros hijos ya no nos ven grandes, viejas. Aunque en realidad yo no veía a mi mamá vieja, sino más bien lejana, dura, distante, pero joven. Cuando me fui de mi casa mi mamá tenía cuarenta y dos, era catorce años menor de lo que yo soy ahora. Además, hoy tenemos una actitud que las mujeres de cincuenta de antes no tenían. Somos cabeza de familia, tomamos decisiones sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra profesión y sobre lo que hacemos. No tenemos una actitud de “hasta aquí llegué”. No nos conformamos fácilmente. Hoy por hoy, si tu marido o tu pareja te harta, te caga, pues lo mandas a volar y buscas o llega una nueva pareja a tu vida, o no, pero tú decides. Ya no nos resignamos a las circunstancias. Hacemos lo que se nos pega la gana, no le pedimos permiso a nadie más que a nosotras mismas y asumimos las consecuencias de nuestras decisiones sin culpa, sin miedo, o con poca culpa y poco miedo. Somos divertidas, malhabladas, hay también algunas frustradas, es verdad; y otras que aún no logran dar este paso del que hablo. Para algunas mujeres de cincuenta el sexo pasó a ser materia optativa, para mí aún es obligatoria. Veo un sinfín de mujeres de cincuenta creativas. Mis amigas son escultoras, fotógrafas, amas de casa exclusivamente, pero chingonas, involucradas, profesionales de su casa. Cierto es que también veo amigas atrapadas en matrimonios frustrados; aún veo mujeres de mi edad que si el marido no las deja salir de noche no van a la cena con las amigas. Esto pasa, sobre todo en provincia, porque las mujeres de la Ciudad de México somos otra cosa. Te encuentras mujeres de cincuenta que están poniendo negocios, que se arriesgan. Somos líderes, aunque no seamos famosas o destacadas; líderes de nosotras mismas; poderosas en nosotras mismas. Yo, por ejemplo, sí me la creo. Me encantan las mujeres poderosas, pero no sobre los hombres, sino poderosas como seres humanos. Me encantan las mujeres respetuosas, de ellas, de las otras y de ellos. Lamento que para las mujeres el peor enemigo a veces sea otra mujer, porque podemos ser lapidarias entre nosotras. Apenas empezamos a quitárnoslo y es una tragedia que nos unamos como consecuencia del mar de feminicidios, del sinfín de agresiones que vivimos, a veces por parte de otras mujeres y muchas más por parte de hombres. Hoy yo digo: “Caray, tomémonos de las manos”. Veo mujeres valientes, periodistas, madres que buscan a sus hijas e hijos, a sus compañeros de vida, y son mujeres que tienen nuestra edad. Veo mujeres en los cincuentas y más que tienen novios, y que estos amores pueden ser veinte, catorce o quince años más jóvenes que ellas. Veo mujeres de mi edad que defendemos a nuestros hijos. Mi mamá, por ejemplo, no nos defendía, y pasaron cosas horribles en esa casa, mientras ella tejía, tejía, tejía, y así se convencía de que no pasaba nada. Y era una mujer profesionista, muy culta, pero no vio lo que no quiso ver. Aún nos falta mucho por hacer, todavía hay mucha competencia desleal entre mujeres, todavía creo que tiene un peso excesivo la belleza en nuestra generación, y es un peso que ya nos debemos sacudir, porque estamos luchando en la oficina y luchando con la báscula y con el maquillaje y con las uñas. Yo misma, acabo un libro, lo cobro y encargo una crema milagrosa para no sé ni qué, que hará maravillas. No hay que invertir tanto para ver si le gustamos al otro, pero sí invertir para gustarnos a nosotras. Un porcentaje altísimo de mis amigas de provincia están operadas, tienen implantes, incluso las más jóvenes. Todas son muy guapas, y todas, aterrorizadas por el paso del tiempo. Necesitamos enfocarnos más en nuestros propios proyectos de vida, porque con implantes o sin ellos los años se acumulan. Pero yo no las critico, yo misma estoy toda operada… toda reconstruida.

¿Qué ves cuando te miras en el espejo?

Miro a una mujer hermosa de cincuenta y seis años. Mi mamá, que era una mula, cuando todos me decían que me veía más joven y yo me sentía maravillosa, para bajarme de mi nube me decía: “Sí, te ves como media hora más joven”. Hoy no me importa si me veo más joven o no. Creo que me veo de cincuenta y seis años muy bien plantados, muy contentos, muy bien vividos. Me veo viva y eso es increíble. Sigo siendo una mujer enamoradiza. Me he casado cuatro veces y la última fue después del accidente. Y de verdad, si volviera a nacer, quizá me volvería a casar con los mismos cuatro, porque todos son hombres increíbles y bellos. Veo una mujer que disfruta mucho la vida, que se compromete consigo misma y con los otros. Soy muy afortunada y privilegiada, porque trabajo en lo que me gusta y lo hago bien. Es importante dedicarnos a lo que nos gusta, porque eso facilita que lo hagamos bien. Me alegra tener reconocimiento profesional, un nombre que me he forjado con tesón. Yo no recibí un soplo divino para saber hacer lo que hago, ni me inspiró una musa, yo no sabía lo que era ser editor hasta que conocí a Federico Álvarez. Él descubrió mi vocación antes que yo misma lo hiciera. De nuevo: los otros nos van haciendo y moldeando. Eso es lo que veo. Me siento plena, me gusta lo que hago. Dejé Puebla para venir a México, y al principio me sentí aterrorizada. La calle me daba pánico y hoy ya hasta he vuelto a manejar, unos días con más fortuna que otros, pero ya no me reclamo que si me invade el miedo decida regresar a mi refugio. Yo era muy feliz viviendo en Puebla, aunque mi hija dice que yo no vivía en Puebla, sino en mi cuarto, y es un poco cierto. Ella quiso venir a estudiar la universidad acá y yo a qué me quedaba en Puebla. Ya aquí, he vuelto a ver a las amigas que tengo aquí y que no frecuentaba por la lejanía. He descubierto que haberme ido dieciocho años de la Ciudad de México me convirtió en extranjera. Hoy hago muchas más cosas que las que hacía en Puebla. Si tengo que ir al super o a hacer cualquier cosa fuera de casa, me digo: “Mi reina, moviendo las patitas, porque la hija no tiene por qué resolverte nada”. Todo esto que parece una tontería, no lo es tanto, porque ha sido muy complejo. Y ahí voy, ampliando mi círculo de nuevo. Recuperar la cartera de clientes ha sido fantástico.

Y de la menopausia que no se habla, ¿cómo te ha ido?

Antes del accidente había medio empezado con algunos síntomas. Parecía tetera, con constantes ebulliciones… muy incómodo. Una prima me recomendó que tomara isoflavonas de soya y después de unos meses todos los síntomas desaparecieron. Luego me ocupé de tantas cosas tan difíciles, que me olvidé por completo de la menopausia. Y sí, de repente se me reseca un poco más la piel o necesito ayudaditas para lubricarme, pero me pongo un gel para no salir lastimada y listo. La verdad, no tengo problema con la menopausia.

¿Cuál ha sido tu experiencia en lo que se refiere a la equidad de género?

¡Uy, esa pregunta es difícil! Mi familia es de militares, pero no de los terribles verdes, sino de marinos militares, que no son tan nefastos, aunque algunos sí lo son. Mi papá, un hermano, mis dos abuelos, mis primos… y así, para donde voltees son marinos. Sin embargo, mi papá, con todo lo terrible que fue, alentó a mi mamá para que estudiara. Le decía: “¿Qué vas a hacer con seis escuincles si me pasa algo?, vete a estudiar” y mi mamá le tomó la palabra y estudió Letras, luego la maestría y fue la alumna emérita de Antonio Alatorre, nada mal para una mujer que dedicó su vida, como ella decía, “al placer de la lectura”. Una de las hermanas de mi mamá es historiadora, la otra estudió hasta la prepa y es ama de casa. Siempre vimos a mis papás estudiar. Mi mamá no nos exigía estudiar, sino leer, ese sí que era requisito para pasar el día en paz. Ninguno de los seis hermanos tuvo problemas en la escuela. Yo tuve broncas de bullying en la carrera, en Filosofía y Letras de la UNAM, no en Ciencias, donde estudié antes. Me jodían porque soy muy blanca, o porque me consideraban muy fresa. No sabían que yo me había fugado de casa muy chica, y que, al igual que todos, si no trabajaba no comía. Pero vaya que me molestaban, y yo me defendía también. Y ni cómo negarlo, la verdad es que era y soy bastante fresa, pero a ellos qué chingados les importaba. Yo no he tenido broncas de género, o no sé. Más bien he tenido broncas muy serias por agresiones y abusos, que comenzaron en el entorno de la casa familiar, siendo muy niña, mientras mi mamá tejía… Ciertamente desde siempre ha habido una violencia brutal contra las mujeres, que debe frenarse. Y en eso debemos participar hombres y mujeres. Es un tema que requiere hacer un frente común. En Puebla la violencia contra las mujeres es atroz, y en Tlaxcala ni se diga. El corredor Puebla-Tlaxcala es un foco rojísimo en ese sentido. A pesar de haber sido víctima de abuso, no creo en la dicotomía de hombres malos y mujeres buenas. Creo en el ser humano y en la equidad. Entiendo el feminismo como equidad, iguales derechos y tendría que haber iguales responsabilidades, porque tampoco eso está parejo. Las mujeres profesionistas trabajamos y tenemos, además, la carga del hogar y de los hijos, que muchas veces no se comparte. Las propias mujeres sentimos que tenemos una buena pareja cuando “nos ayuda” en la casa. ¡No mames!, me ayuda mi cuate, que no es papá de mi hija, me ayuda mi vecino, pero tu pareja no te ayuda, si vive contigo, que no sea cabrón; si viven juntos, que le entre parejito. Más que en los roles, creo en las evidencias.

¿Qué lugar ocupa la pareja en tu vida?

Yo digo que me he casado muchas veces porque me gustan las bodas. Me fui de casa muy chica y viví sola mucho tiempo. Pero tener pareja era importante. Además, soy muy enamoradiza y la pareja sí ocupa una parte muy importante en mi vida. Ya no tiene el rol que tenía antes, porque yo los colocaba en un nicho, en un pedestal, incluso más arriba de lo que me colocaba a mí. Yo me enamoro como loca, y antes, que no me valoraba ni tantito, yo misma los convencía para que me dejaran. Los empezaba a ver tan bellos, tan talentosos, tan todo, que terminaba por decirles: “¿Qué haces conmigo?”; yo era la primera en decirme: “¿Cómo le hice para que esta maravilla esté a mi lado? Yo no me lo merezco”. En la medida en que fui creyendo en lo que soy, y comencé a valorarme y a apreciar los talentos que tengo, eso cambió. En la casa de mis padres siempre me tacharon de la golfa. Somos tres hombres y tres mujeres. Yo soy la de en medio y como tenía novios y enamorados, cuando me tocó Prepa 5 en la noche mi papá me dijo: “Ya me imagino, el uniforme es de lentejuelas”. Como era un desmadre, y en esa casa se daban abusos y violaciones, entonces, yo era la golfa. Me costó mucho trabajo zafarme de eso y decir: “Soy una mujer hermosa e inteligente, es un privilegio para estos cabrones estar conmigo, tanto como para mí estar con ellos; no me hacen un favor, no los necesito, no son mi credencial para la reunión o la fiesta; no son la vía para que me respete el mundo, puedo ir tranquilamente por la vida sin ellos”. Creérmelo me costó bastante trabajo, primero sólo lo decía, pero fue todo un proceso hacer que eso fuera una verdad para mí.

¿Cómo ha sido para ti la maternidad?

Moría por ser mamá. Cuando de niña me preguntaban que qué quería ser de grande, yo siempre decía: “quiero ser mamá”. Yo sí jugué mucho a las muñecas, les hacía ropita, traía mi pañalera y todo. De niñita era como Susanita, con mil muñecas que eran mis hijitas, pero cuando tuve edad de ser mamá, no pude tener hijos, y ahí empezó una saga para poder lograr mi anhelo. Me hice todos los tratamientos del mundo, casi casi me inyecto hormona de changa en celo. Ya no sabía ni qué ponerme. Poco faltó para que fuera con mi pareja a coger a un estacionamiento de CU, en un Volkswagen, porque así se embarazaban muchas, y a la primera, pero no tuve esa suerte. Los tratamientos nos desgastaron como pareja, y terminó pidiéndome el divorcio y yo sintiendo que era un fracaso. Tenía 32 años, era mi segundo marido, no había escrito un libro, aunque sí corregido y editado muchos, tampoco había sembrado un árbol, y no podía tener un hijo. Me moría de tristeza y frustración. Entonces apareció el tercer marido. Éramos cuates desde la secundaria, y él también era hijo de marinos. Me dijo: “¿Cómo crees que no puedes tener un hijo? ¿Quieres tenerlo? Yo te ayudo”. Él había sido huérfano de niño y tenía muy claro que madre no es la que pare, sino la que cría. En su caso, una tía. Así nos emparejamos. Casi terminamos de charlar ese día y nos hicimos pareja. Enseguida iniciamos los trámites para adoptar a nuestra hija, y finalmente, al año lo logramos. Ahora que lo pienso, de verdad que todo en la vida me ha costado un chingo de trabajo.

Para poder ser mamá toqué puertas y puertas e hice infinidad de trámites, hasta que finalmente lo logré y fue increíble. Un día, la mamá de otro amigo entrañable de la infancia, que hacía servicio comunitario en la casa de cuna de Coyoacán, me comentó que el médico que atendía a los bebés tenía una paciente que no podía quedarse con su bebé y estaba buscando darlo en adopción en cuanto naciera. Hicimos los trámites, nos entrevistaron a nosotros y a otras cinco parejas. Moría de emoción. Fuimos los únicos que no preguntamos si era niño o niña. De verdad, no teníamos ninguna preferencia, sólo queríamos que estuviera sano. Nos habían dicho que nacería a finales de febrero o principios de marzo, y yo dije: “Va a nacer el 9 de marzo y será mi regalo de cumpleaños” y lo que son las casualidades: llegó mi cumpleaños y nos fuimos a cenar a La Mansión y de regreso sonó el teléfono y era el doctor que nos dijo: “¡Felicidades, acaban de ser papás de una niña!”. Esa noche nació mi hermosa Irene. Cubrimos los gastos del parto y de una terapia para la chica, que duró seis meses. Desde el principio sabes que la madre biológica tiene 72 horas para pensarlo. Te advierten que no puedes comprar nada, porque nada es seguro. Ella nació el lunes y nos habían dicho que nos la entregarían el jueves, pero el martes nos llamó el doctor para que fuéramos. Me acuerdo que estaba chispeando, y nos empezó a hacer plática. Yo pensaba: “¿qué onda?, ¿dónde está la bebé?”, y de repente dijo: “¿No van a cargar a su nena?”. Ahí estaba ella, en un sillón, en un envoltorio. La cargué y es lo más hermoso que he visto en mi vida. Cuando se la acerqué a Rafael, sólo le dije: “Mira qué bonita” y en ese momento ella abrió sus ojos. Sentí que ellos se reconocieron. Se parecían muchísimo físicamente, y desde ese momento y hasta que murió hace poco estuvieron muy unidos. Eran tan parecidos que yo bromeaba con él diciéndole: “Se me hace que la fuiste a hacer a otro lado y me la viniste a pegar ahora”. Se adoraron siempre. Nos la dieron dos días antes porque la chica que la tuvo dijo: “No puedo saber, no quiero saber su sexo ni nada, porque no puedo conservar al bebé”. Hicimos un baby shower de bienvenida y mi amigo Carlos, que es un fraile dominico, me regaló la ceremonia de bautizo. Fue la original, esa en la que se sumerge al bautizado completo. Fue una ceremonia única, preciosa. Mi hermana, que no es católica, me dijo: “No manches, Stella, dura media hora más y me conviertes”. La maternidad para mí es una derivación del verbo amar. En mi caso fue también un acto de voluntad, de asumir, de decretar: “Tú eres mi hija, y desde hoy y para siempre me comprometo a que seas mi entraña, mi alegría, mi posesión y mi descendencia. Te enseñaré a entrenar tus ojos para que veas la vida como mejor puedas; te prometo que vas a tener días de sol y días de lluvia, que vas a tener una mamá encantadora, que también será a veces enojona y llorona. Te prometo que haré mi mayor esfuerzo, con todas las equivocaciones y aciertos, para que tengas una familia y un terruño; que siempre estaré solícita a tu necesidad, lo que me quede de vida”. Es lo mejor que he hecho: tener a Irene.

¿Cuál es tu percepción de la sensualidad?

Para mí es un sinónimo de inteligencia. Es un reto; es descubrir en otra piel tu piel, tu reflejo. Es encontrar en el otro lo que te enamora también de ti, y eso te hermana. Finalmente, el órgano más delicado, más grande que tenemos es la piel, y es también el más sensible, el que nos acerca o nos repele de los demás. A mí lo que me parece más sensual es la inteligencia en acción; pocas cosas me excitan más de un hombre que verlo producir lo que le gusta. No necesariamente si son pintores o escritores, puede ser ingeniero, arquitecto, lo que sea, no importa, si lo veo actuar en lo que lo llene; es decir, que lo me parece sensual es el hombre o la mujer empoderado en sí mismo y en el ejercicio de lo que ama; eso me parece absolutamente sensual. También el baile. Ver a alguien bailar, me prende. Creo que por eso duré trece años casada con el papá de mi hija, porque cuando me hartaba y pensaba dejarlo, íbamos a una fiesta y lo veía bailar, y me volvía a encantar. “¿Cómo voy a dejar a este hombre que baila salsa como la baila?, ¡imposible!”. ¿Qué es la sensualidad para mí? Casi casi podría decir que estar viva. Mis abuelos solían decir, desde que era una niña: “Estrellita es coqueta desde que abrió los ojos al mundo. Se levanta y le coquetea a la muchacha, al perro, al marinero”. Y sí, yo le coqueteo a la vida. Mi hija es muy bien portadita, muy mesurada, muy linda, y entonces me digo: “Ay, cómo se nota que la adopté”.

¿Y la sexualidad en esta etapa de la vida?

Es fundamental, soy un animalito muy sexual. Me encanta estar emparejada, vivo muy bien sola, pero creo que todos vivimos mejor acompañados. Me gusta sentir al otro en mí y sentirme en el otro conservándome individuo. Me gustan los besos y los cariños. Pero creo que una cosa es hacer el amor y otra muy distinta coger. Para mí, el verdadero amor es cuando puedes compartir tu espacio de sueño, cuando no sientes miedo; es decir, cuando puedes dormir con alguien. Me gusta la adrenalina que provocan el sexo y la piel del otro. Soy una tipa sexual, pero me gusta la sexualidad con respeto, refinada, una sexualidad inteligente. La sexualidad violenta no, tampoco la sexualidad vulgar. Así no.

¿Cómo ha sido para ti la vivencia de lo femenino?

Pues es un tema complejo. Mi mamá era muy sencilla, más sencilla que yo. Físicamente me parezco a ella, pero como la odiaba tanto de niña y de joven, no me gustaba ese parecido. Yo, de niña, quería parecerme a María Victoria. Se me hacía bellísima. Mi mamá era anti gringos, entonces, aunque mi papá nos quería meter a una escuela de monjas y bilingüe, ella no lo permitió, y cinco de los seis que somos fuimos a una escuela activa. Ahí todas las maestras eran de cara lavada. Pero tenía una tía, hermana de mi mamá, que vivió con nosotros muchos años. Ella era Paca “La Elegante”: se arreglaba muy bonito y se maquillaba como artista. Entonces mis hermanas y yo la rodeábamos cuando se arreglaba, y ella nos ponía un poco de colorete y nos pintaba los labios. Era soltera, y su fama de hermosa y sexy era enorme. Se decía que traía a medio Veracruz muerto y a la otra mitad agonizando. Creo que ella me inspiraba mucho en lo femenino, pese a que yo no era su consentida ni la más cercana a ella. Me gustaba su estilo y al día de hoy me gusta arreglarme. Mi abuela decía: “Nunca pueden traer calzones y bras horribles o feos, qué tal que te atropellan en la calle… Todo debe estar lindo, limpio, combinadito; algo remendado, jamás”. Nos daba risa, pero aprendí la lección, y cuando me atropellaron traía un conjunto de ropa interior muy lindo, que ni siquiera había terminado de pagar. Pero no soy de maquillarme mucho. Me pinto poquito, pero siempre. A esta edad hay que esmerarnos un poquito más. Yo me arreglo principalmente para mí, pero también para los otros, ¡claro que sí! No me gusta verme federica. Me ayudo tantito. Vivo muy encerrada, en mi casa, casi no veo a nadie, pero de todos modos me arreglo diario. Un día, ya viviendo en México, pasaron como tres semanas sin que yo saliera, y cuando por fin asomé la nariz, el guardia me dijo: “Ay, por fin se deja ver. ¿Estaba usted enfermita?”. El caso es que me arreglo para mí, sin importar si voy a ver a alguien o no. Yo me pongo muy mona todos los días, y, claro, si voy a algún lado especial o a visitar a alguien, pues le subo un gradito a mis esmeros. Me gusta arreglarme cómoda, pero sí busco que lo que me pongo combine. Mi mamá y yo tuvimos diferencias desde que nací, diferencias irreconciliables, de esas que son de raíz. Ella no estaba a gusto con mi papá. Se casó a los dieciocho y a los diecinueve ya lo quería dejar, pero mi abuela no la apoyó. Le habían advertido que era un tipo difícil y cuando dijo: “Me quiero divorciar”, mi abuela la paró en seco: “Estás loca, te lo advertí, aquí no ha habido divorcios y tú no vas a ser la primera”. Como era muy apegada a su mamá y muy obediente, no se divorció. Tenía dos hijos y cuando supo que estaba embarazada de nuevo, se desquició. Sintió que era una condena que la obligaba a quedarse con mi papá. Vivió un embarazo horrible, porque no quería estar en ese estado, y cuando nací sufrió una muy fuerte depresión post parto. En esos tiempos eso no se atendía, porque no se conocía nada del tema. Su rechazo fue brutal, y se sumó a que justo cuando nací, a ella le vino una embolia pulmonar que la puso al borde de la muerte. Por lo mismo, no hubo un contacto inmediato entre nosotras, primero porque se estaba muriendo y luego porque nadie la supo apoyar y guiar para que se reconciliara conmigo. Después siguió teniendo más hijos, pero conmigo nunca se resolvió el distanciamiento inicial. Ella decía: “Yo no tuve la culpa de lo que pasó”, y yo pensaba: “yo menos”. Me ignoraba, y yo, para que me viera, o no sé ni por qué, era “el alma de Judas”, un verdadero demonio. Cuando salí de la prepa me fui a estudiar Ciencias, porque no quería estudiar nada que me acercara a ella, que era de Letras. En Ciencias descubrí que lo que realmente quería estudiar era literatura, y de ahí llegué a la edición. Mi mamá y yo nos pudimos comenzar a acercar cuando ella comenzó a alejarse de ella misma y del mundo, por el Alzheimer. Nunca antes.

¿Hay miedos?

Sí, claro. Tengo ciertos miedos relacionados con la salud. Las secuelas del accidente me aterran de repente. Sólo pensar en un regreso al hospital y volver a ese estado me aterra. También me da miedo perder la capacidad de producir y ser autosuficiente. Me da miedo terminar como mi madre. Eso sí me da pavor. Me mantengo muy activa para que eso no suceda, pero no hay garantías.

¿Y retos?

En salud: recuperar bien mi pierna, o que esté mejor, porque obviamente no va quedar al cien. Tengo problemas en ambas piernas, pero más en la izquierda. El reto es identificar a tiempo cada secuela, para atenderla enseguida. Sé que van a seguir saliendo, porque fue un golpe muy fuerte, y sé que se irán empatando con los propios achaques y gajes de envejecer. Otro reto: mantenerme alegre, feliz, contenta conmigo, enamorada, pero el mayor es mantenerme en la vida, de manera plena.

¿Hay espacio para lo espiritual?

Sí, un espacio grande. Soy católica. No cambiaría de religión ni de credo porque qué hueva. Toda mi vida he profesado la misma fe y estoy a gusto. No quiero cambiar. Pero más que católica, soy espiritual. Como dije, creo en la buena energía, en el poder personal y en el de los otros. También creo en el poder de la oración, sin importar desde qué fe provenga. El milagro lo hacemos juntos en consciencia y beneficio de los otros. Esa es en verdad mi religión, la que me lleva a ver en los otros mi propio reflejo.

4 Comments

  1. Stella, hermosa, no tenía idea de muchas cosas que te sucedieron. Me encantó léerte y conocerte feis to feis. Soy tu fan. Gracias por compartirnos todo esto. Un beso grande a ti y a Martha. 😘😘

  2. Stella me encanta leerte y reconozco en ti a una gran mujer y una gran persona, toda esta experiencia de tu vida que nos compartes nos enseña a conocernos y reconocernos, gracias por permitirnos entrar a tu vida desde las letras.
    A pesar de que no nos hemos vuelto a ver en muchos años te siento cercana y te estimo porque creo que te conozco y aprendo de ti.

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